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Y en aquel momento anheló el descanso eterno, la paz que
nunca volverían a regalarle sus dedos, el alivio del ayer al acariciar sus dientes
de marfil. Nunca volvería a perderse en el temblor de las trenzas percutidas por
los martillos en las entrañas de aquel paraíso negro. Dios, el Destino, el odio
de acero del hombre, quién sabe quién le había arrebatado el corazón, quién le
había dejado vivo y sin vivir. Daba igual. No se atrevía a bajar la mirada
hacia el nuevo final de sus brazos, hacia el vacío donde antes habitaban sus
dedos finos y estilados. Las otras simas y quemaduras que hendían su cuerpo no
las sentía, aquellas sanarían tarde o temprano, o si la Fortuna le sonreía, le
matarían.
Y los días pasaban en lo que ayer había sido hogar y hoy
solo era cueva. Silencio. No soportaba aquel silencio que percutía en su mente,
la congelaba, la oscurecía, tanto como el aire encerrado dentro de aquellas
paredes. Ya nadie acompañaba sus veladas hasta que la Luna salía de su
escondite. Ni Bach, ni Beethoven, ni Chopin ni Satie, su amado Satie. Ni
valses, ni sinfonías, ni nocturnos, ni danzas góticas, nada. Nada quedaba de
ellos más que aquel mago negro que antes les traía la vida y una partitura que
había quedado grabada en su mente, como aquel do agudo y dulce. Las corcheas ya
no bailaban con sus silencios, no ascendían dadas de la mano, no luchaban con
las nerviosas semicorcheas. Solo quedaba silencio y soledad.
Aquella tarde, algo le animó a asomarse a la vida que
mostraba la ventana que cubrían aquellas cortinas polvorientas. Y entonces sus
ojos dieron con ella. Observó sus manos cubiertas por guantes negros, los
delgados y elegantes dedos que se adivinaban bajo ellos. Sus cabellos se
deslizaban sobre sus hombros como una escala cromática descendente. Y sus ojos.
Eran ojos de pianista, eran eternas redondas suspendidas en el tiempo, eran armónicos
acordes de agudos y graves. Eran la música en sí. Él pareció recuperar la
fuerza del ayer y corrió en su busca, abriendo las puertas a la cegadora luz
del día. Su figura se alejaba, le daba la espalda y una voz débil por haber
sido olvidada surgió de su garganta:
—¿Sabes tocar el piano?
La joven mujer se detuvo y se giró, sin saber si la estaban
hablando a ella. No había nadie más, solo aquel hombre sin manos que esperaba
su respuesta. Sus ojos repletos de música expresaron miedo y repugnancia, pero
supo ocultarlos con una tímida sonrisa, mostrando sus impecables teclas. Después,
con un suave movimiento lo negó.
—¿Quieres aprender?
Sus ojos negros brillaron, su boca deseaba decir que sí,
pero su mente la ataba, la atraía al no. Escuchó la severa voz de su padre: “Una
señorita no debe perder el tiempo en el arte. El arte solo es para borrachos”. El
latido de su corazón dictó su decisión y sus labios susurraron un sí bemol.
La primera vez que sus dedos se enfrentaron a aquel negro
enigma estaban temblorosos, inseguros. Su mente se concentraba en memorizar el
nombre de las notas y ligarlo al de cada tecla. Miraba nervioso a su maestro,
con miedo al castigo por su torpeza. Pero él era paciente, le trataba con
suavidad, como el padre con el que siempre había soñado. Sus manos se volvían más
ágiles a cada lección, acariciaban el marfil con seguridad y cariño, prendían
el aire con melodías todavía simples, pero que encerraban una belleza enigmática.
Pronto sus dedos fueron tejiendo entramados sonoros más y más complejos,
mientras su corazón se iba contagiando de la música y sus venas despertaban del
arte que siempre había estado en su sangre. Y sus ojos brillaban, brillaban
llenos de sentimientos que transmitir junto a aquel instrumento negro al que un
día tuvo miedo, pero que se había convertido en su compañero, su amante, su
refugio. Y ella, sin saberlo, se había convertido en sus manos.
Satie ha vuelto después de una larga ausencia. Satie ha
apagado la explosión de sus oídos, la que se lo llevó a él y a los demás. Satie
ha vuelto a acompañarle en las veladas, la partitura vuelve a ser leída, sus
danzas vuelven a hacerse realidad. Satie vuelve a acariciar su corazón, que
despierta de su estado de adormecimiento. Cierra los ojos, se olvida de que no
es él quien está tocando y siente cómo sus dedos se deslizan por el marfil una
vez más…