jueves, 21 de febrero de 2013

Dime que no


Y veo tus ojos en otros ojos.
Tus labios en otros labios.
Tus días en otros días.
Tus noches en otras noches.
Tu cuerpo en otro cuerpo.
Tu alma en otra alma.
Y te pregunto, querida mía:
¿Eres dichosa? 

¿Acaso aquellos ojos, labios, días 
noches, cuerpo, alma, todo
te llenan más que la nada?

¿Acaso no eres lago en sequía
cuyas gotas escapan en la noche
de unos ojos regalados a otros ojos?

¿Acaso no eres pájaro 
que por querer volar sin rumbo
se perdió en cielo nocturno? 

¿Acaso te quieres 
como yo lo hago, querida? 

Mírame
con esos ojos que no son tuyos
y contéstame:
¿Eres dichosa? 

Responde que sí
y mis ojos, mis labios, mis días
mis noches, mi cuerpo, mi alma, 
serán siempre mías.

Dime que no 
y no habrá nada mío
que yo no te regale,
y siempre, querida mía,
siempre seré el afluente
que tu lago en sequía riegue.
Dime que no.

sábado, 16 de febrero de 2013

El pianista que tocaba sin manos

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 Y en aquel momento anheló el descanso eterno, la paz que nunca volverían a regalarle sus dedos, el alivio del ayer al acariciar sus dientes de marfil. Nunca volvería a perderse en el temblor de las trenzas percutidas por los martillos en las entrañas de aquel paraíso negro. Dios, el Destino, el odio de acero del hombre, quién sabe quién le había arrebatado el corazón, quién le había dejado vivo y sin vivir. Daba igual. No se atrevía a bajar la mirada hacia el nuevo final de sus brazos, hacia el vacío donde antes habitaban sus dedos finos y estilados. Las otras simas y quemaduras que hendían su cuerpo no las sentía, aquellas sanarían tarde o temprano, o si la Fortuna le sonreía, le matarían.

Y los días pasaban en lo que ayer había sido hogar y hoy solo era cueva. Silencio. No soportaba aquel silencio que percutía en su mente, la congelaba, la oscurecía, tanto como el aire encerrado dentro de aquellas paredes. Ya nadie acompañaba sus veladas hasta que la Luna salía de su escondite. Ni Bach, ni Beethoven, ni Chopin ni Satie, su amado Satie. Ni valses, ni sinfonías, ni nocturnos, ni danzas góticas, nada. Nada quedaba de ellos más que aquel mago negro que antes les traía la vida y una partitura que había quedado grabada en su mente, como aquel do agudo y dulce. Las corcheas ya no bailaban con sus silencios, no ascendían dadas de la mano, no luchaban con las nerviosas semicorcheas. Solo quedaba silencio y soledad.

Aquella tarde, algo le animó a asomarse a la vida que mostraba la ventana que cubrían aquellas cortinas polvorientas. Y entonces sus ojos dieron con ella. Observó sus manos cubiertas por guantes negros, los delgados y elegantes dedos que se adivinaban bajo ellos. Sus cabellos se deslizaban sobre sus hombros como una escala cromática descendente. Y sus ojos. Eran ojos de pianista, eran eternas redondas suspendidas en el tiempo, eran armónicos acordes de agudos y graves. Eran la música en sí. Él pareció recuperar la fuerza del ayer y corrió en su busca, abriendo las puertas a la cegadora luz del día. Su figura se alejaba, le daba la espalda y una voz débil por haber sido olvidada surgió de su garganta:

¿Sabes tocar el piano?

La joven mujer se detuvo y se giró, sin saber si la estaban hablando a ella. No había nadie más, solo aquel hombre sin manos que esperaba su respuesta. Sus ojos repletos de música expresaron miedo y repugnancia, pero supo ocultarlos con una tímida sonrisa, mostrando sus impecables teclas. Después, con un suave movimiento lo negó.

¿Quieres aprender?

Sus ojos negros brillaron, su boca deseaba decir que sí, pero su mente la ataba, la atraía al no. Escuchó la severa voz de su padre: “Una señorita no debe perder el tiempo en el arte. El arte solo es para borrachos”. El latido de su corazón dictó su decisión y sus labios susurraron un sí bemol.

La primera vez que sus dedos se enfrentaron a aquel negro enigma estaban temblorosos, inseguros. Su mente se concentraba en memorizar el nombre de las notas y ligarlo al de cada tecla. Miraba nervioso a su maestro, con miedo al castigo por su torpeza. Pero él era paciente, le trataba con suavidad, como el padre con el que siempre había soñado. Sus manos se volvían más ágiles a cada lección, acariciaban el marfil con seguridad y cariño, prendían el aire con melodías todavía simples, pero que encerraban una belleza enigmática. Pronto sus dedos fueron tejiendo entramados sonoros más y más complejos, mientras su corazón se iba contagiando de la música y sus venas despertaban del arte que siempre había estado en su sangre. Y sus ojos brillaban, brillaban llenos de sentimientos que transmitir junto a aquel instrumento negro al que un día tuvo miedo, pero que se había convertido en su compañero, su amante, su refugio. Y ella, sin saberlo, se había convertido en sus manos. 

Satie ha vuelto después de una larga ausencia. Satie ha apagado la explosión de sus oídos, la que se lo llevó a él y a los demás. Satie ha vuelto a acompañarle en las veladas, la partitura vuelve a ser leída, sus danzas vuelven a hacerse realidad. Satie vuelve a acariciar su corazón, que despierta de su estado de adormecimiento. Cierra los ojos, se olvida de que no es él quien está tocando y siente cómo sus dedos se deslizan por el marfil una vez más…