Nubes de humo. Fumata negra que emerge de las colinas que
atraviesan el cielo. Fumata negra por un dios que se fabrica en cadena con sus
mismos productos. Oraciones eternas, rezos metálicos de los engranajes, de las
entrañas grises del avance hacia el apocalipsis inhumano. Columnas áureas,
escaleras al cielo negro, al cielo sin sol ni luna, sin estrellas, solo ríos de
sangre teñida de petróleo y poder.
Y la masa negra, la masa que se destruye entre sonrisas
falsas, la masa de los que luchan por ser los únicos abrazados por su dios, por el papel
divino. Papel divino, papel que asola bosques y a la Naturaleza entera, que
llora lágrimas ácidas. Pero estas no acaban con las pieles que le fueron
arrebatadas, que tapan las carnes podridas de sus hijos ilegítimos. Son árboles
sin raíces, carcomidos por termitas divinas. Son árboles caídos que cubren el
rocío de los campos.
Repicar incesante de campanas de oro. Suenan campanas por la
muerte de otra fortuna, por montañas rojas que descienden al inframundo,
mientras los ateos mueren sin más ritual que el de ser desgarrados por los buitres. Carroña para los buitres y los manjares para la masa. La
carroña también es manjar para las rapaces. Y la masa, con sus estómagos repletos
de su dios, que acabará diluido en las aguas negras.
Papel divino que hace girar el mundo, en una órbita
errática, una órbita que nos aleja de nuestros planetas vecinos, de nuestra
estrella, que un día nos alimentó. Una órbita que nos condena a la destrucción,
al frío más insufrible, el frío que no apagan pieles sangrientas, el frío con
el que se marcharon los ateos. Ya no hay nada que pueda pararlo. Fumata negra,
cielo negro, buitres negros, aguas negras, masa negra. Ya no hay salvación. El
dios que creamos, hoy ha acabado con nosotros.