A M., espero que disfrutes este viaje.
Nunca pensé que existiría alguien que
despertara en mí tanta pasión y me fascinara tanto como aquella
chiquilla que encontré en uno de los callejones de esa isla
tan
asimétrica como preciosa. Su belleza era enigmática y a la vez
natural e irrebatible. Nunca supe su nombre, ni intercambiamos más
de unas cuantas palabras en un inglés chapurreado, pero ella me hizo
pasar el mejor día de mi vida. Ahora que el alzheimer me acecha en
la vejez, sé que será uno de los últimos recuerdos que la
enfermedad me arrebate, pero aún así no puedo dejarlo a merced de
esta caprichosa memoria que ya empieza a jugarme malas pasadas. Por
eso y como me ha recomendado el doctor, voy a escribir sobre aquella
experiencia y aquella chica, a la que siempre consideré mi primer
amor.
Llegué a Mykonos un día de primavera,
de esos primeros días en los que al ver el mar dan ganas de bañarse,
pero el agua aún está demasiado fría. Yo, que era estudiante y amante de las
Humanidades, había venido a Grecia buscando las raíces de aquella
impresionante cultura. Había contemplado durante horas las ruinas
del Acrópolis y de Olympia, admirado por las columnas jónicas y
dóricas, por cada detalle, cada material, imaginando la grandiosidad
de los días pasados. Las estatuas destruidas de doce metros de Zeus
o las de los frontones del Partenón de las que hablaban los libros
de Historia del Arte parecían allí. Bastaba cerrar los ojos para
verlas...
Grecia era una máquina del tiempo, en
ella el mito y la realidad, el pasado y el presente se fundían en
uno. Abrías los ojos, que ya no eran los tuyos, y veías a través
de los de Ulises. Y engañabas a Polifemo, o intentabas no sucumbir a
los cantos de las sirenas. Parpadeabas y eras Paris, ante ti la
indescriptible belleza de Hera, Atenea y Afrodita, que te promete a
la hechizante Helena. Poco sospechaba yo que encontraría a mi propia
Helena cuando llegué a aquella perla del mar Egeo.
El viento, que por aquellos días era
una agradable brisa pero que en pocos meses soplaría con gran
fuerza, me acariciaba la cara mientras iba en la cubierta de aquel
barco que me transportaba desde el Peloponeso. La costa, repleta de
pequeñas manchas blancas, ya se dibujaba desde allí. Los turistas
comenzaban su interminable sesión de fotos.
Yo siempre llevaba una cámara réflex
colgada al cuello, pero no hacía más que cinco o seis fotos al día.
Siempre había pensado que valía más la calidad que la cantidad, e
intentaba captar la esencia de cada lugar en pocas imágenes. El
cielo siempre ocupaba un lugar importante en todas ellas. Nunca
faltaba a mi cita con la puesta y la salida del sol. Inmortalizaba
lunas como hogazas y como uñas, lunas sangrientas, amarillentas,
impolutas. Nubes rosadas al crepúsculo y grises y furiosas previas a
la tormenta, nubes cruzadas por repentinos arco iris. Cielos
iluminados por millones de bombillas titilantes y las lágrimas de
San Lorenzo que me sorprendieron cierto agosto en mi pueblo, poco
después de que mi padre me regalara aquella cámara. Me gustaba
decir que mis álbumes eran una crónica del cielo.
Y allí, en Mykonos, hice una de las
mejores y más bellas fotos de mi vida... Pero aún era pronto para
imaginármelo. Las manchas blancas iban tomando forma, podía
distinguir las puertas y ventanas, los detalles en tonos azules. El
azul, característico de Grecia, representaba la luz, el cielo y el
mar. Contrastaba el brillo de las paredes encaladas con la aridez
marrón y gris de las tierras que rodeaban al pueblo, pero a la vez,
lo hacía inverosímil, mágico de alguna manera. El pueblo parecía
haber crecido de la nada como setas en otoño. El barco atracó
suavemente en el puerto y los pasajeros descendimos al blanco paseo
marítimo.
Continuará