Y entonces, caí en un elemento del relieve del paisaje universitario como es la tarima. A pesar de su aportación panorámica a la vista del profesor, su simbolismo no deja de ser evidente. La tarima sirve como frontera entre el docente y el alumno, ensalzando la figura del primero y enrasando al segundo. Mientras que los profesores jóvenes se muestran a la altura de los alumnos, de tú a tú, ya que su experiencia estudiantil todavía está reciente, los otros se encuentran sobre la barrera de potencial. Quizás, a medida que pasan los años, la pendiente entre los pies de los estudiantes y los del docente va aumentando, hasta la verticalidad, y cada vez más amplia la brecha (tarima) generacional. La universidad, que debería ser un espacio de intercambio, un flujo de entrada y salida de ideas, se sustenta en una división estamental, en unas bases podridas, ancladas en el pasado.
Este elemento que es la tarima me hace pensar en la verticalidad de las relaciones humanas. Mientras que lo deseable (la base de cualquier utopía) son las relaciones horizontales, basadas en la fraternidad, el compañerismo o la igualdad, las relaciones reales son siempre (o casi) verticales. La relación alumno-profesor, empleado-empleador, pueblo-clase política... Incluso las relaciones de pareja, tan idealizadas constantemente, son muchas veces una lucha de poder entre las dos personas que la forman. ¿Cuántas tarimas ponemos entre nosotros y los demás? ¿Cuántas tarimas nos ponen por ser lo que somos? ¿Somos capaces de establecer relaciones horizontales, bidireccionales, fraternales, equitativas, sanas?
Quizás deberíamos empezar por quitar las tarimas de nuestras clases, de nuestras vidas, por tirar abajo las torres que nunca nos atrevimos a tocar. Abandonar la cultura de tarima es cuestión de bajar de la colina y mirar a los demás a la altura de los ojos, de igual a igual. Aquí no hay "primus inter pares", porque no hay primero, ni último. Aquí caminamos todos sobre nuestros pies, sobre la meseta infinita de la utopía.