domingo, 13 de enero de 2013

La enfermedad que ennegrece los corazones

Los pasillos de paredes blancas, suelo blanco, techo blanco y las salas de espera de sillas blancas, todo huele a enfermedad, a muerte. No, solo hay un aroma ligero a ambientador, pero están ahí. Están en sus miradas, está en sus pies que martillean el suelo, en sus manos que buscan algo con lo que entretenerse. El blanco no consigue apagar los sentimientos, los pensamientos que nacen en sus mentes, no alejan el miedo de sus corazones ennegrecidos. 

Miedo. Recuerdo, que hace tiempo, cuando yo ni siquiera conocía el significado de la muerte, mi abuelo, en una de esas habitaciones blancas, me dijo algo que quedó grabado en mi memoria:


- No dejamos de tener miedo a la muerte, hasta que ella se convierte en nuestra vecina.


Mi abuelo me agarraba del brazo, intentando darme una lección, a pesar de mi corta edad. De sus ojos cansados empezaban a brotar lágrimas. Entonces pensé que eran lágrimas de dolor, con el tiempo aprendí que eran de felicidad, que se fue del mundo siendo feliz, satisfecho. 


Fue la primera vez que la muerte me sorprendió. El inevitable miedo del que me había hablado mi abuelo, nació en mí. Temía que mis padres, mi hermana o mis amigos se marcharan, pero sobre todo y cada vez más obsesivamente temía a mi propia muerte. 


Mientras, mi cuerpo iba transformándose, había entrado en la pubertad, y yo exploraba cada centímetro de mi cuerpo minuciosamente, convenciéndome de que tenía mil y una enfermedades. Mis padres comenzaron a preocuparse, cuchicheando que tenía algo llamado hipocondría. Insistieron en llevarme al psicólogo, él podría ayudarme, pero yo me negué. 


Fue por esos días cuando llegó el segundo asalto. Cuando la fatídica llamada en la que escuché la voz quebrada del novio de mi hermana anunciándome el accidente terminó, sentí como todo se deshacía a mi alrededor. Mi madre llegó en ese momento, y me encontró en una esquina de la cocina, llorando como nunca lo había hecho. 


Aquellos días fueron muy duros. No me atreví a atravesar la puerta de otra de esas habitaciones asépticas, sin vida, no me atreví a mirar de nuevo a los ojos a la muerte. Ella se fue apenas veinticuatro horas después. La muerte había vuelto, esta vez con más fuerza, dejándome casi sin respiración. Sentí que ella estaba acechándome, que yo era su próxima víctima. Me encerré entre las paredes de mi habitación, creyendo que allí estaría a salvo de su injusta guadaña, a pesar de que sentía como mi cuerpo moría por dentro. 
La mano de mi padre me rescató y me llevó al psicólogo, confiando en que él pudiera resolver mi asunto. Me desahogaba, esquivando su mirada, pero todo era inútil. Cada día volvía con un problema nuevo. Entré en una profunda depresión de la que nadie era capaz de rescatarme. Era un barco tocado y hundido para siempre. No comía, no bebía, no dormía, no vivía. Las enfermedades a las que tanto había temido ahora empezaban a atacar a mi debilitado cuerpo. 


Salgo de mi ensimismamiento. Mi nombre emerge de los labios de una enfermera, aunque a mí se me antoja un mero disfraz de la muerte. Mi madre me aprieta la mano, me mira con una sonrisa congelada y me dice que todo saldrá bien, aunque su mirada dice todo lo contrario. Empezamos a caminar, para que me digan cuánto tiempo me queda de vida, para que me digan que no me voy a curar de la enfermedad que corroe mi cuerpo, que ennegrece mi corazón. El miedo. Miedo a la muerte, pero también, y lo que es peor, lo más insoportable, miedo a la vida. Nos dirigimos a mi tumba y creo que la muerte se está mudando a la casa de al lado…