sábado, 31 de agosto de 2013

La chica de labios turquesa (I)

A M., espero que disfrutes este viaje.

Nunca pensé que existiría alguien que despertara en mí tanta pasión y me fascinara tanto como aquella chiquilla que encontré en uno de los callejones de esa isla
tan asimétrica como preciosa. Su belleza era enigmática y a la vez natural e irrebatible. Nunca supe su nombre, ni intercambiamos más de unas cuantas palabras en un inglés chapurreado, pero ella me hizo pasar el mejor día de mi vida. Ahora que el alzheimer me acecha en la vejez, sé que será uno de los últimos recuerdos que la enfermedad me arrebate, pero aún así no puedo dejarlo a merced de esta caprichosa memoria que ya empieza a jugarme malas pasadas. Por eso y como me ha recomendado el doctor, voy a escribir sobre aquella experiencia y aquella chica, a la que siempre consideré mi primer amor.

Llegué a Mykonos un día de primavera, de esos primeros días en los que al ver el mar dan ganas de bañarse, pero el agua aún está demasiado fría. Yo, que era estudiante y amante de las Humanidades, había venido a Grecia buscando las raíces de aquella impresionante cultura. Había contemplado durante horas las ruinas del Acrópolis y de Olympia, admirado por las columnas jónicas y dóricas, por cada detalle, cada material, imaginando la grandiosidad de los días pasados. Las estatuas destruidas de doce metros de Zeus o las de los frontones del Partenón de las que hablaban los libros de Historia del Arte parecían allí. Bastaba cerrar los ojos para verlas...

Grecia era una máquina del tiempo, en ella el mito y la realidad, el pasado y el presente se fundían en uno. Abrías los ojos, que ya no eran los tuyos, y veías a través de los de Ulises. Y engañabas a Polifemo, o intentabas no sucumbir a los cantos de las sirenas. Parpadeabas y eras Paris, ante ti la indescriptible belleza de Hera, Atenea y Afrodita, que te promete a la hechizante Helena. Poco sospechaba yo que encontraría a mi propia Helena cuando llegué a aquella perla del mar Egeo.

El viento, que por aquellos días era una agradable brisa pero que en pocos meses soplaría con gran fuerza, me acariciaba la cara mientras iba en la cubierta de aquel barco que me transportaba desde el Peloponeso. La costa, repleta de pequeñas manchas blancas, ya se dibujaba desde allí. Los turistas comenzaban su interminable sesión de fotos. 

Yo siempre llevaba una cámara réflex colgada al cuello, pero no hacía más que cinco o seis fotos al día. Siempre había pensado que valía más la calidad que la cantidad, e intentaba captar la esencia de cada lugar en pocas imágenes. El cielo siempre ocupaba un lugar importante en todas ellas. Nunca faltaba a mi cita con la puesta y la salida del sol. Inmortalizaba lunas como hogazas y como uñas, lunas sangrientas, amarillentas, impolutas. Nubes rosadas al crepúsculo y grises y furiosas previas a la tormenta, nubes cruzadas por repentinos arco iris. Cielos iluminados por millones de bombillas titilantes y las lágrimas de San Lorenzo que me sorprendieron cierto agosto en mi pueblo, poco después de que mi padre me regalara aquella cámara. Me gustaba decir que mis álbumes eran una crónica del cielo.

Y allí, en Mykonos, hice una de las mejores y más bellas fotos de mi vida... Pero aún era pronto para imaginármelo. Las manchas blancas iban tomando forma, podía distinguir las puertas y ventanas, los detalles en tonos azules. El azul, característico de Grecia, representaba la luz, el cielo y el mar. Contrastaba el brillo de las paredes encaladas con la aridez marrón y gris de las tierras que rodeaban al pueblo, pero a la vez, lo hacía inverosímil, mágico de alguna manera. El pueblo parecía haber crecido de la nada como setas en otoño. El barco atracó suavemente en el puerto y los pasajeros descendimos al blanco paseo marítimo.

Continuará