miércoles, 14 de marzo de 2012

El secreto de los húngaros

Allí estaba el Danubio azul, como el vals de Johann Strauss que tanto pegaba con Budapest. Cuando estaba anocheciendo, había subido a uno de aquellos barcos que esperaban a los turistas en las dos orillas, en la parte de Buda y en la parte de Pest. No se le ocurría ninguna forma mejor de acabar el día que aquel paseo por el río. Aparte de él, solo había un grupo de japoneses que fotografiaban todo lo que tenían delante. Por el megáfono se oía a un guía que hablaba un forzado español y japonés, que explicaba lo que estaban viendo. Cuando vio el Parlamento iluminado en la noche, reposando a la orilla del río no pudo evitar realizar varias fotografías. Las luces amarillas y celestes del edificio se reflejaban en el bello Danubio, que había cambiado de color con la noche, tornándose negro. Budapest era una de esas ciudades que renacían por la noche, pareciendo casi una ciudad distinta.  Pasaron por debajo del Puente de las Cadenas, por el que había paseado aquella mañana, y el Puente Erzsébet, que había sido construido en honor a la emperatriz Sissi, y desde el cual se veía el Palacio de Buda y los coches de los húngaros que volvían a su casa del trabajo. Rodrigo miraba aquellos pequeños coches en la lejanía, pensando en cómo serían las vidas de los habitantes de aquella ciudad. Le divertía imaginar la vida de gente desconocida, lo hacía en los transportes públicos, en la calle. El guía anunció por el megáfono que la travesía estaba acabando.
 Budapest compartía muchos colores con Praga, aquellos tonos pastel y celeste, ambas ciudades eran parecidas y distintas. Aún le quedaban algunos días para descubrir los secretos de la ciudad y de la vida de sus habitantes, pensó mientras degustaba el gulash.

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